jueves, 19 de enero de 2012

En la India comiendo galletas con Coca-cola (Traveled that far just to have cookies and coke)

Me habían dicho que ella sólo comía galletas con Coca-cola. Al comienzo pensé que era una exageración de quien me lo estaba contando. Pero luego comprobé con asombro, casi con miedo, que era cierto.
Ella era alta, de contextura gruesa, pero estaba en los huesos. Caminaba lento. Su boca siempre se curvaba hacia abajo. Rara vez miraba a los ojos, pero cuando lo hacía, era como si mirara desde lejos, como un animal cansado o moribundo.
Tenía miedo de los pieles oscuras. Sus miradas transparentes le producían ira porque ella había perdido toda esperanza.
Al almuerzo mientras todos comíamos nuestro arroz preparado de formas siempre nuevas, ella suplicaba por una coca-cola. Nosotros podíamos recorrer kilómetros y kilómetros de parajes semidesérticos, con una que otra choza tejida como las malocas amazónicas, con esa misma intrincación y variedad de tejidos que usan los tucano, y podíamos pasar casi un día sin ver una tienda de cosas que no fueran té o frutas. Teníamos suerte de encontrar donde vendieran agua embotellada, que es la única agua que se puede tomar. Cuando encontrábamos nuestros guías no dudaban. Hacían parar la van de inmediato, y era como si llegaran a una mina de oro. Compraban varias botellas de dos litros de agua para abastecernos. Pero coca-cola... la miraban casi con desdén cuando ella la pedía. Sin saber casi inglés, esa palabra es universal. Era lo poco que ella les podía decir sin necesidad de usar mis servicios para hacerse entender.
Después comenzó a pedir papaya, que también creo yo, es casi universal.
Ella decía que no le gustaba que "ellos" tocaran la comida que ella se iba a comer. Por eso no recibía el arroz ni las verduras que nos preparaban. Pero no tenía inconveniente en recibir las frutas, que igual tenían que ser recogidas, peladas y picadas por sus manos delgadas y de ébano. Las frutas son caras aquí, me dijeron mis jefes después de que el tour terminó. Pero era tanta la preocupación que sintieron por ella, viendo que se alimentaba sólo con galletas y coca-cola, que no les importó sacar de su propio bolsillo para brindarle algo más saludable para que comiera. Y al final nos alegrábamos cuando ella comía granadas y mangos, y cuando incluso comenzó a comer algo de ensalada.
Cuando íbamos de compras después todos nos medíamos nuestras nuevas y coloridas ropas y nos enrollábamos las pashminas y sacábamos nuestros sarees, y era un jolgorio, como esos que yo imagino del siglo XIX cuando llegaban a las ciudades americanas los vendedores de telas de Oriente. Nos dejábamos abismar por los colores y por los tejidos. Y tratábamos de aprovechar al máximo nuestro dinero. Algunos pensaban en sus familiares, sus amigos y hasta en sus empleados, y por lo general compraban por docenas. Ella, cuando nosotros estábamos en plena gritería, soltando exclamaciones de alegría por los tesoros obtenidos, sólo nos miraba, desde su rincón, y de repente desaparecía para volver con 3 cosas y decir: miren, esto me salió carísimo. Pero no lo decía en queja. Lo decía con orgullo. Nosotros amábamos la belleza. Sentíamos que en cada cosa que comprábamos nos estábamos llevando un pedacito del alma enorme de los indios. Ella era matemática. Amaba las cifras.
Ella se la pasaba oliendo. Hasta el olor de su compañera de cuarto le parecía repugnante. Y el olor era emulsionado en su cerebro con las costumbres de nuestros guías. Y sacó la conclusión de que ellos eran animales.
Los indios del sur comen con la mano. Como muchas comunidades indígenas de América. Una vez uno de ellos me dijo: "ustedes dicen que comer con la mano es ensuciarse. Pero cómo va a ser sucia la comida? Acaso ustedes piensan que se alimentan de suciedad?" Tenía razón. El acto de comer es un ritual para ellos. Me dedicaré a ello en un próximo artículo. Por ahora sólo diré que para casi todo el grupo, la frase de "a donde fueres, haz lo que vieres" era parte del paseo. Y que pedimos que nos enseñaran a comer con las manos, que tiene toda una técnica. Francamente yo nunca pude. Y hay toda una serie de reglas de etiqueta relacionadas con eso, que describiré cuando hable del tema. Pero hicimos el intento para entender también mejor su cultura. Y como un acto de respeto. Ella en cambio comenzó a angustiarse porque comenzó a vernos cada vez más como animales, en un proceso de degradación y de involución. Nosotros retornamos a la comunión con la comida. Pudimos sentir mejor su textura, su oleosidad. Sin intermediarios, la comida era acogida por nuestro cuerpo. Ella la seguía tratando con lejanía como si comer fuera un acto peligroso, como si el tenedor nos salvara de su radiactividad. Como si la boca fuera la única inmune a su veneno.
Sin embargo las personas no dejan de asombrarlo a uno. Definir a un individuo es imposible, porque como decía Montaigne, "el hombre es cosa vana, variable y ondeante". Es como el mar. No se puede arar en el mar. El día que fuimos al templo de Tiruvanamalai, el templo más grande de la India, había todo un grupo de colegialas, creo que de varios cursos, todas con sus trenzas y sus uniformes impecables, y con sus sonrisas blancas. Y apenas ella las vio, se aproximó a ellas y se dejó envolver como un coral por un cardumen de peces. su rictus cambió. Creció varios centímetros. Parecía que se hubiera elevado unos milímetros del suelo. Y las niñas con esferos de colores escribieron sus nombres en Tamil sobre las palmas de las manos de ella, y no hubo necesidad de lenguajes más que las risas y los abrazos. Eso y un elefante a la entrada del templo creo que fueron sus mejores terapias.

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